Creo que va a ser la primera vez que hago esto en uno artículo
firmado en mi periódico. Pido perdón de antemano a los lectores por este
ataque de protagonismo y vaya en mi descargo que he pedido autorización
a mi director para poder hacerlo. Déjenme echar la vista atrás, muy
atrás.
Año 1991. El 1 de octubre de ese año, tuve una conversación con el por entonces director de CincoDías, Ernesto Ekaizer. Para mí era un conversación trascendental, de su éxito dependía que pudiera entrar a trabajar con un contrato en prácticas en el periódico.
Por eso recuerdo algunas de sus palabras con nitidez meridiana, pero de todas ellas lo que más conservo fue el encargo que me hizo tras comunicarme que me quedaba en el periódico y darme la enhorabuena. Me dijo cuando salía de su despacho, “quiero que cuentes quién va a comprar Elosúa". Me quede blanco.
Hoy tras veintitrés años de profesión en prensa diaria y tras haber visto y oído prácticamente de todo, me enfrento al mismo encargo. La Elosúa de entonces es la Deoleo de hoy. Y las declaraciones, las frases, los argumentos que se suceden sobre el proceso son asombrosamente calcados de los que se manejaron en la primera mitad de la década de los 90.
Todos pueden resumirse en uno. “El aceite de oliva español es un bien nacional y es imprescindible que la primera empresa aceitera española se mantenga en manos españolas para defender los intereses de los olivareros y los agricultores del olivar patrio”.
Entonces, hace veintitrés años me lo creí. Hoy ya no. Veintitrés años de experiencia permiten defender esta frase. No es cierto, entonces no lo fue. Elosúa y sus joyas aceiteras se vendieron después de mucha batalla ideológica y de gastar mucho dinero semipúblico, a la multinacional francoitaliana Ferruzzi, el ogro del aceite español, quien la fusionó con su filial en España, el grupo Koipe.
Pero para desmentir, una vez más, a los populistas de entonces, el lobo no lo fue tanto. No se arrancaron olivares. Ningún agricultor fue a la quiebra. La producción española de aceite de oliva no se eliminó, nadie sufrió lo que los agoreros de turno predecían que pasaría si los italianos controlaban el capital de las empresas transformadoras. Las marcas se defendieron igual o mejor que lo hubiera hecho cualquier empresario español sensato y con tres dedos de frente.
Es posible que se argumente que quien vendió la joya del aceite español fue la administración socialista de Felipe González. Y ahora es la administración del Partido Popular en el Gobierno el que intenta corregir aquel pecado, pero tampoco es cierto. La venta de empresas agroalimentarias no tiene nada que ver con el patriotismo, la defensa de los intereses españoles, o con toda la panoplia de eslóganes electoralistas que se le puedan ocurrir a los oportunistas de turno. Tiene más que ver con otras cosas. Son intereses electorales a veces –el ministro Miguel Arias Cañete va a ser cabeza de cartel del Partido Popular en las próximas elecciones europeas–, y con determinadas posturas políticas muy ancladas en un rancio pasado las más de ellas.
A la primera administración del Partido Popular le pasó algo parecido con el azúcar. La entonces ministra de Agricultura Loyola de Palacio y sus colaboradores se hartaron de decir lo que hoy repite Cañete y antes repitieron sus antecesores en el cargo; españolidad, españolidad y españolidad. Pero no es cierto, nunca se ha hecho. Jamás ha sido la primera prioridad.
Después de muchas idas y venidas, imposibles de reproducir aquí, el parche diseñado por el primer Gobierno del PP para evitar que el azúcar español cayera en manos francesas fue entregar una parte sustancial del capital al grupo kuwatí KIO. Y lo hizo en base a un contrato tan leonino, tan perjudicial para las arcas públicas, que si se contemplase a la luz de las actuales circunstancias político/sociales, serviría para exigir y lograrlo, la dimisión de la mitad del consejo de ministros de entonces. Hoy esa participación está en manos de la SEPI, el mismo instrumento que ha aparecido ahora como un comodín eterno. Pero eso es otra historia.
Hoy, tras fusiones y segregaciones, el control del azúcar español está en manos de una multinacional británica. Es decir, lo que era estratégico, ya no lo es tanto y no parece pasar nada. Las nóminas se pagan, las cosechas de remolacha se compran y el azúcar se vende. Los argumentos con los que los protagonistas políticos intentan aplastar cualquier debate alternativo respecto a lo que quieren hacer a corto plazo, se diluyen como azucarillos en un océano cuando se contempla con una perspectiva de largo plazo.
Ahora, estos días, está volviendo a ocurrir lo que ocurrió hace veintitrés años. El presunto monstruo vuelve a ser una empresa pública italiana, que asociada a un fondo de Catar, ha presentado una oferta preliminar, en competencia con fondos de capital riesgo, para hacerse con el control de marcas de aceite de oliva tan españolas como Elosúa, Koipe, Carbonell, o tan italianas (no se olvide este pequeño detalle) como Carapelli o Bertolli). Toda ellas bajo el paraguas de Deoleo.
Hagamos un poco más de historia, esta un poco más reciente. Quien recuperó para la bandera española el control del aceite español entregado a los italianos fueron los hoy procesados por estafa,
malversación y falsedad, hermanos Salazar. Apoyados por dinero público, entonces abundante de las cajas de ahorro y en una vorágine de endeudamiento propiciado por la burbuja económica compraron Koipe, a través de Sos Cuétara, a la multinacional Montedison, heredera del grupo Ferruzzi. En su intento de formar lo que por aquel entonces pretendía ser el primer grupo agroalimentario español, se lanzaron a una irracional e irreflexiva carrera de adquisiciones. El dinero fluía y las compras se sucedían. Y se convirtieron en el ogro del aceite de oliva italiano al comprar las dos principales marcas transalpinas a precio de oro.
Encarnaron justo lo que ahora se dice querer combatir. Y eran españoles. Sus negocios paralelos en la cresta de la ola de la burbuja inmobiliaria, les llevó a, presuntamente, intentar estafar a su propia empresa, pero fueron descubiertos por el consejo y no tuvieron mas salida que dimitir. Su calvario judicial continúa hoy y en él tienen que dar cuenta de por qué, aún siendo españoles, evaporaron una ingente cantidad de valor y pusieron en peligro, ellos sí, todo lo que se dice que vale el aceite de oliva español.
Eso y solo eso es lo que a mi juicio el Gobierno español tiene que conservar, tiene que cuidar y defender. Pero no solo con el aceite. Lo ha de hacer, y sin duda lo hace, para que nadie cometa desmanes con empresas tan estratégicas como, por ejemplo,Endesa o Cepsa, controladas por capital extranjero y en donde nadie se atreve a defender que estén dirigidas por ogros avariciosos.
Las mentiras o los falsos argumentos flotan mejor que el corcho durante mucho tiempo si se usan de forma populista. Pero su flotabilidad es inmejorable cuando lo hacen sobre aceite de oliva.
Por
Fernando Sanz Sánchez de Rojas para Cinco Días
Año 1991. El 1 de octubre de ese año, tuve una conversación con el por entonces director de CincoDías, Ernesto Ekaizer. Para mí era un conversación trascendental, de su éxito dependía que pudiera entrar a trabajar con un contrato en prácticas en el periódico.
Por eso recuerdo algunas de sus palabras con nitidez meridiana, pero de todas ellas lo que más conservo fue el encargo que me hizo tras comunicarme que me quedaba en el periódico y darme la enhorabuena. Me dijo cuando salía de su despacho, “quiero que cuentes quién va a comprar Elosúa". Me quede blanco.
Hoy tras veintitrés años de profesión en prensa diaria y tras haber visto y oído prácticamente de todo, me enfrento al mismo encargo. La Elosúa de entonces es la Deoleo de hoy. Y las declaraciones, las frases, los argumentos que se suceden sobre el proceso son asombrosamente calcados de los que se manejaron en la primera mitad de la década de los 90.
Todos pueden resumirse en uno. “El aceite de oliva español es un bien nacional y es imprescindible que la primera empresa aceitera española se mantenga en manos españolas para defender los intereses de los olivareros y los agricultores del olivar patrio”.
Entonces, hace veintitrés años me lo creí. Hoy ya no. Veintitrés años de experiencia permiten defender esta frase. No es cierto, entonces no lo fue. Elosúa y sus joyas aceiteras se vendieron después de mucha batalla ideológica y de gastar mucho dinero semipúblico, a la multinacional francoitaliana Ferruzzi, el ogro del aceite español, quien la fusionó con su filial en España, el grupo Koipe.
Pero para desmentir, una vez más, a los populistas de entonces, el lobo no lo fue tanto. No se arrancaron olivares. Ningún agricultor fue a la quiebra. La producción española de aceite de oliva no se eliminó, nadie sufrió lo que los agoreros de turno predecían que pasaría si los italianos controlaban el capital de las empresas transformadoras. Las marcas se defendieron igual o mejor que lo hubiera hecho cualquier empresario español sensato y con tres dedos de frente.
Es posible que se argumente que quien vendió la joya del aceite español fue la administración socialista de Felipe González. Y ahora es la administración del Partido Popular en el Gobierno el que intenta corregir aquel pecado, pero tampoco es cierto. La venta de empresas agroalimentarias no tiene nada que ver con el patriotismo, la defensa de los intereses españoles, o con toda la panoplia de eslóganes electoralistas que se le puedan ocurrir a los oportunistas de turno. Tiene más que ver con otras cosas. Son intereses electorales a veces –el ministro Miguel Arias Cañete va a ser cabeza de cartel del Partido Popular en las próximas elecciones europeas–, y con determinadas posturas políticas muy ancladas en un rancio pasado las más de ellas.
A la primera administración del Partido Popular le pasó algo parecido con el azúcar. La entonces ministra de Agricultura Loyola de Palacio y sus colaboradores se hartaron de decir lo que hoy repite Cañete y antes repitieron sus antecesores en el cargo; españolidad, españolidad y españolidad. Pero no es cierto, nunca se ha hecho. Jamás ha sido la primera prioridad.
Después de muchas idas y venidas, imposibles de reproducir aquí, el parche diseñado por el primer Gobierno del PP para evitar que el azúcar español cayera en manos francesas fue entregar una parte sustancial del capital al grupo kuwatí KIO. Y lo hizo en base a un contrato tan leonino, tan perjudicial para las arcas públicas, que si se contemplase a la luz de las actuales circunstancias político/sociales, serviría para exigir y lograrlo, la dimisión de la mitad del consejo de ministros de entonces. Hoy esa participación está en manos de la SEPI, el mismo instrumento que ha aparecido ahora como un comodín eterno. Pero eso es otra historia.
Hoy, tras fusiones y segregaciones, el control del azúcar español está en manos de una multinacional británica. Es decir, lo que era estratégico, ya no lo es tanto y no parece pasar nada. Las nóminas se pagan, las cosechas de remolacha se compran y el azúcar se vende. Los argumentos con los que los protagonistas políticos intentan aplastar cualquier debate alternativo respecto a lo que quieren hacer a corto plazo, se diluyen como azucarillos en un océano cuando se contempla con una perspectiva de largo plazo.
Ahora, estos días, está volviendo a ocurrir lo que ocurrió hace veintitrés años. El presunto monstruo vuelve a ser una empresa pública italiana, que asociada a un fondo de Catar, ha presentado una oferta preliminar, en competencia con fondos de capital riesgo, para hacerse con el control de marcas de aceite de oliva tan españolas como Elosúa, Koipe, Carbonell, o tan italianas (no se olvide este pequeño detalle) como Carapelli o Bertolli). Toda ellas bajo el paraguas de Deoleo.
Hagamos un poco más de historia, esta un poco más reciente. Quien recuperó para la bandera española el control del aceite español entregado a los italianos fueron los hoy procesados por estafa,
malversación y falsedad, hermanos Salazar. Apoyados por dinero público, entonces abundante de las cajas de ahorro y en una vorágine de endeudamiento propiciado por la burbuja económica compraron Koipe, a través de Sos Cuétara, a la multinacional Montedison, heredera del grupo Ferruzzi. En su intento de formar lo que por aquel entonces pretendía ser el primer grupo agroalimentario español, se lanzaron a una irracional e irreflexiva carrera de adquisiciones. El dinero fluía y las compras se sucedían. Y se convirtieron en el ogro del aceite de oliva italiano al comprar las dos principales marcas transalpinas a precio de oro.
Encarnaron justo lo que ahora se dice querer combatir. Y eran españoles. Sus negocios paralelos en la cresta de la ola de la burbuja inmobiliaria, les llevó a, presuntamente, intentar estafar a su propia empresa, pero fueron descubiertos por el consejo y no tuvieron mas salida que dimitir. Su calvario judicial continúa hoy y en él tienen que dar cuenta de por qué, aún siendo españoles, evaporaron una ingente cantidad de valor y pusieron en peligro, ellos sí, todo lo que se dice que vale el aceite de oliva español.
Eso y solo eso es lo que a mi juicio el Gobierno español tiene que conservar, tiene que cuidar y defender. Pero no solo con el aceite. Lo ha de hacer, y sin duda lo hace, para que nadie cometa desmanes con empresas tan estratégicas como, por ejemplo,Endesa o Cepsa, controladas por capital extranjero y en donde nadie se atreve a defender que estén dirigidas por ogros avariciosos.
Las mentiras o los falsos argumentos flotan mejor que el corcho durante mucho tiempo si se usan de forma populista. Pero su flotabilidad es inmejorable cuando lo hacen sobre aceite de oliva.
Por
Fernando Sanz Sánchez de Rojas para Cinco Días
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