15 febrero, 2011

El aceite de oliva en la historia

"Mucho antes de que fuese un alimento, el aceite de oliva embellecía el cuerpo, curaba enfermedades y nutría las almas". Son palabras de M. Rosenblum; suficientemente expresivas como para casi no tener que añadir más. Sin embargo, sobre ese producto tan importante en nuestra dieta, nuestra economía y nuestras tradiciones, que vemos en la prensa casi a diario por razones no siempre esperanzadoras, hay mucho que contar, y yo voy a permitirme ahora algunas pinceladas.

Los orígenes del olivo se pierden en la prehistoria, pero hay unanimidad en que hunden sus raíces en la franja siriopalestina. Desde allí, olivicultura y consumo de aceite serán transmitidos hasta occidente de la mano de fenicios y griegos, en el marco de sus respectivas colonizaciones históricas. Arraigarían especialmente en el sur de la península ibérica, donde se convirtieron muy pronto en parte determinante de su economía. Así lo atestiguan autores como Estrabón, quien confirma que en época de Augusto la Turdetania exportaba a Roma "trigo y vino en cantidad, y aceite no solo en cantidad, sino también de la mejor calidad". Adriano, nacido en Itálica, educado en la cultura de zumo de la aceituna y buen conocedor de sus propiedades, dio al imperio uno de sus periodos más pacíficos y de mayor prosperidad, potenció con toda clase de medidas cultivo e importación (que alcanzarían sus máximos bajo la dinastía Antonina), y, como Galba, llegó a acuñar monedas con una rama de olivo en el reverso y la leyenda Hispania. De hecho, fue bastante común que la representación alegórica de la provincia apareciera con corona o un ramo de olivo como atributos.

El Estado romano necesitaba enormes cantidades de aceite para el abastecimiento del ejército y de la propia urbs a través de la Annona, una especie de ministerio de abastos de la época que se encargaba de hacer llegar a las tropas y a la plebe los productos básicos para su supervivencia. Solo a la capital fueron enviadas más de cincuenta millones de ánforas entre los siglos I y III d.C.; envases no retornables, que se arrojaban en el Testaccio, un monte artificial que surgió como vertedero organizado donde se conservan todavía hoy más de 25 millones de contenedores, a pesar de los múltiples factores de pérdida a que se ha visto sometido. Si tenemos en cuenta que cada uno de ellos acogía 70 litros de aceite, la ecuación es fácil: solo en dos siglos y medio la capital del imperio importó alrededor de 4.000 millones de litros de aceite, de los cuales al menos el 85% procedía de la Bética. No hay que olvidar que en la Roma de estos años vivía en torno a un millón de personas, que consumían entre 15 y 20 litros por cabeza y año solo en alimentación (comprado a diario: libra a libra, según parece demostrar algún documento pompeyano); 50 en total --muchos más que hoy--, incluido el empleado para la iluminación, el deporte y los baños.

Para conformar el basurero, que excava una misión española, los romanos idearon un sistema de apilamiento perfectamente racional que con el tiempo permitiría un crecimiento orgánico del sitio, así como sucesivas ampliaciones: las ánforas, subidas a lomos de caballerías según el monte ganaba altura, eran desfondadas, colocadas lateralmente en disposición escalonada y su interior rellenado con los fragmentos de otros recipientes ya rotos. A continuación todo el conjunto se cubría de cal viva para, de forma precozmente ecológica, evitar los malos olores, los insectos y cualquier efecto nocivo sobre la población.

Los principales centros productores de aceite de la Bética se localizaban en el valle medio del Guadalquivir (Baetis), en un triángulo conformado por las ciudades de Corduba (Córdoba), Astigi (Ecija) e Hispalis (Sevilla), favorecidos por la feracidad de las tierras y la navegabilidad de aquél hasta Corduba, y del Genil (Singilis) hasta Astigi. Los ríos fueron las más importantes, prácticas y efectivas vías de comunicación de la antigüedad, permitiendo en este caso que la producción de las grandes fincas de la zona (fundi) pudiera ser embarcada fácilmente en dirección a Cádiz y, desde aquí, a Roma. Muchas de estas explotaciones se dotaron ellas mismas de complejos alfareros dedicados a la fabricación de ánforas olearias cuyos restos alfombran hoy las riberas de los dos grandes ríos entre Córdoba y Sevilla. Son las llamadas Dressel 20, que nutren las tripas del monte Testaccio, convertido en el archivo económico más importante de la humanidad debido a la gran cantidad de información impresa (sellos con la referencia del taller en el que fueron elaboradas o de la finca de procedencia) y escrita (tituli picti con controles fiscales, fecha consular, tara o nombre de los transportistas-) que contienen tales envases. Su existencia demuestra el papel desempeñado en la historia por uno de nuestros productos más emblemáticos, que no pasa por su mejor momento, aunque sea base de la dieta mediterránea. ¿Reaccionaremos también en esto demasiado tarde?
Fuente:diariocordoba.com

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